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Como se realiza la digestión y por qué ciertos alimentos no se deben mezclar

Nuestro sistema digestivo ha evolucionado a lo largo de millones de años para permitirnos comer de casi todo y ser capaces de digerirlo sin dificultad. El homo sapiens siempre ha sido un animal omnívoro, y lo seguimos siendo. Sin embargo, nuestra manera actual de comer difiere mucho de la manera en la que se alimentaban nuestros ancestros, y a la cual nuestra fisiología está más adaptada. A lo largo de la evolución hemos sido sobre todo cazadores-recolectores durante millones de años, en la prehistoria, y posteriormente cultivadores y ganaderos desde el neolítico hace unos 8 000 a 10 000 años, pero no hemos mezclado sistemáticamente diferentes grupos de alimentos en un mismo plato como solemos hacer ahora. Es decir, antiguamente un humano de la prehistoria comía muchos días plantas verdes, nueces, cereales o frutos salvajes que iba recolectando, y de vez en cuando, si tenía suerte y conseguía pescar o cazar un animal, o robar huevos de un nido, los comía sin acompañamiento de arroz o de patatas fritas como hacemos ahora. De esta manera, el organismo, que es capaz de digerir diferentes macronutrientes (hidratos de carbono, grasas y proteínas) adaptando la acidez del estómago y la liberación de las diferentes enzimas digestivas por parte del estómago y del páncreas según lo que comemos, se “centraba” en la digestión de un solo alimento más simple. Así, la digestión se producía de manera ejemplar, y los macro y micronutrientes de los alimentos se aprovechaban muy bien. 

     Los macronutrientes no se digieren de la misma manera en el tubo digestivo. La digestión de los hidratos de carbono comienza en la boca, gracias a una enzima de la saliva llamada amilasa salival. Esta enzima empieza a “cortar” en trocitos las moléculas de almidón contenidas en los alimentos ricos en hidratos de carbono (cereales o harinas derivadas de los cereales, tubérculos como la patata o el boniato, leguminosas como los garbanzos o las judías, cuya digestión es compleja pues contienen además mucha proteína). La amilasa salival necesita que el pH sea neutro o relativamente alcalino (superior a 7). Funciona de manera óptima con un pH de entre 6,5 y 8. Si el pH está entre 6,5 y 5 su actividad disminuye considerablemente y se inactiva totalmente si el medio es muy ácido, por debajo de un pH de 5. Al llegar el bolo alimentario al estómago, éste regulará su acidez en función de lo que hayamos comido. Es decir, si hemos ingerido una comida muy rica en hidratos de carbono y pobre en proteína y grasa, el estómago fabricará poco ácido. Sin embargo, si hemos comido alimentos con alto contenido en proteína y/o grasa, nuestro estómago dará la prioridad a éstos, y producirá mucho ácido clorhídrico, que es el ácido estomacal, para bajar el pH. En este caso, la digestión de los hidratos de carbono se frenará pues la amilasa salival se inactivará. 

     En cuanto a las proteínas y las grasas, éstas no empiezan a digerirse en la boca, si no directamente en el estómago, pues para su digestión se necesita el ácido, al contrario que lo que ocurre con los carbohidratos. La primera enzima que actúa en la digestión de las proteínas es la pepsina, que “corta” las proteínas grandes en trozos más pequeños para que luego éstos puedan terminar de ser digeridos por las enzimas pancreáticas cuando la comida sale del estómago y pasa al duodeno. El pepsinógeno, que es la forma inactiva de la pepsina, es secretado por las células de la pared gástrica, y se activa transformándose en pepsina sólo cuando hay mucho ácido (cuando el pH está entre 1,8 y 4,4). El ácido estomacal, además sirve para desdoblar las proteínas y exponerlas más fácilmente a la acción de la pepsina. La lipasa gástrica, otra enzima producida por el estómago que sirve para digerir las grasas, necesita también un pH ácido para poder actuar, aunque es más flexible que la pepsina, pues es estable en un rango de pH de entre 2 y 8, con un funcionamiento óptima entre 4,5 y 6. Figura 16

     Así, si en una misma comida ingerimos muchos hidratos de carbono y a la vez mucha proteína y grasa (por ejemplo, salmón a la plancha acompañado de arroz, que podría parecernos un plato muy sano), estamos obligando a nuestro estómago a decidir si da la prioridad a la digestión de la proteína y la grasa, bajando mucho el pH e inactivando por completo a la amilasa salival, o del carbohidrato, dejando el pH menos ácido, lo que impedirá que el pepsinógeno se transforme correctamente en pepsina y que la lipasa gástrica funcione bien, para que pueda comenzar una buena digestión de las proteínas y las grasas. Lo mismo ocurre si tomamos fármacos o sustancias contra la acidez (bicarbonato, antiácidos, inhibidores de la bomba de protones como el omeprazol) o si tomamos demasiada agua durante las comidas, pues las enzimas digestivas se diluyen o son menos eficaces. En general, ante una situación así, suele ocurrir lo intermedio, con lo cual, ni se digieren correctamente la proteína y las grasas, ni el hidrato de carbono. 

     Posteriormente, el alimento pasará al duodeno, que es la primera porción del intestino delgado, donde el páncreas y el hígado, por medio de la vesícula biliar, segregan los jugos pancreáticos y la bilis. Los jugos pancreáticos están cargados de bicarbonato para contrarrestar la acidez del estómago y de enzimas que ayudan a digerir tanto los hidratos de carbono (amilasa pancreática) como las proteínas (tripsina, quimotripsina, elastasa y carboxipeptidasa) o los lípidos (lipasa pancreática). Todas estas enzimas actúan a un pH alcalino (entre 7 y 9). Las sales biliares a su vez, que también son alcalinas y contribuyen a disminuir la acidez del bolo alimenticio, son como una especie de jabón que sirve para hacer solubles a las grasas, para que sea más fácilmente absorbibles por nuestro tubo digestivo. Así pues, el duodeno “toma el relevo” y la digestión continúa. Pero, si el alimento sale poco digerido del estómago porque el pH no se ha regulado bien y la amilasa salival y la pepsina no han podido actuar como debieran, el páncreas y el hígado van a tener que realizar un sobreesfuerzo para poder terminar de digerir el alimento. Además, al llegar al duodeno trozos de proteína o de carbohidrato más grandes, las enzimas del páncreas van a tener más dificultad para penetrar en la comida y recortar las moléculas en trozos más pequeños. Esto es un problema sobre todo en el caso de las proteínas, pues la pepsina del estómago es la que se encarga de empezar a digerir las proteínas más grandes, mientras que la tripsina, quimotripsina y aminopeptidasa pancreáticas actúan mejor si la proteína ya está digerida parcialmente. Además, los trocitos pequeños de proteína digerida en el estómago, al pasar al duodeno, favorecen la liberación de colecistoquinina, una hormona que estimula la secreción de los jugos pancreáticos y biliares, favoreciendo la digestión. Por lo tanto, la situación ideal sería que las proteínas ya vinieran predigeridas desde el estómago, para que los jugos pancreáticos y biliares sean más abundantes en el duodeno y la acción de las enzimas pancreáticas sea más eficaz. Es por ello que una comida con mucha mezcla de macronutrientes será siempre más difícil de digerir (aunque no imposible), y tanto más cuanto más mayores seamos, pues la capacidad de trabajo de nuestros órganos digestivos disminuye con la edad. 

     La consecuencia de esto será que una parte de las proteínas no se habrá digerido bien, así como una parte de los carbohidratos, y estas sustancias avanzarán por el tubo digestivo sin poder ser absorbidas correctamente, pues la última etapa de la digestión, que se produce por las enzimas de la pared de los enterocitos, que sólo digieren moléculas pequeñas, necesita que las anteriores etapas se den de forma correcta. Además de no alimentarnos, estas sustancias servirán de alimento a ciertas bacterias y levaduras del intestino que fermentarán los hidratos de carbono generando productos tóxicos que sí pasarán a nuestro cuerpo. Las Cándida, unas levaduras que forman parte de nuestra flora intestinal comensal en pequeño número y se alimentan exclusivamente de azúcares, pueden presentar un gran sobrecrecimiento si el intestino recibe una gran cantidad de hidratos de carbono mal digeridos. Estas levaduras son especialmente tóxicas si crecen mucho, y pueden favorecer la aparición de enfermedades autoinmunes e incluso problemas psicológicos. Por otro lado, otros microorganismos llamados proteolíticos se encargarán de digerir los restos de proteína y provocarán una putrefacción de la misma, con la generación a su vez de más productos tóxicos que se introducirán en nuestro cuerpo. Entre otras cosas, estos mecanismos de putrefacción y de fermentación (la fermentación sobre todo) provocarán la emisión de ciertos gases que generarán distensión, malestar abdominal y flatulencias. Entre estos gases, el metano tendrá la capacidad además de ralentizar el tránsito intestinal, provocando estreñimiento, haciendo que los productos tóxicos permanezcan más tiempo en el intestino, aumentando la probabilidad de absorción de los mismos y favoreciendo el sobrecrecimiento de estos microorganismos en una especie de círculo vicioso. Por otro lado, la liberación de estos productos tóxicos, así como el sobrecrecimiento de bacterias y otros microorganismos que se alimentan de los restos de comida mal digerida, provocarán una activación del sistema inmunitario de la pared intestinal, con la consiguiente inflamación. Así pues, una simple mala combinación de alimentos puede fácilmente generar una mala digestión, una mala asimilación de macro y micronutrientes, una inflamación intestinal, la absorción de sustancias tóxicas y una alteración del tránsito intestinal al mismo tiempo. Por ello es importante saber combinar los alimentos.

Bibliografía:
Perez R (2020). Les combinaisons alimentaires. Lanore.